CAMILO JOSÉ CELA CONDE Viernes, 26 de septiembre
Hay que madrugar, restregarse las legañas, engullir un café y meter prisa para estar a tiempo en la zona de embarque del ferry, un catamarán de los que navegan a una velocidad digna de lancha de competición. El barco que nos llevará a Denia.
La travesía dura cinco horas: dos hasta Eivissa, cosa de cuarenta minutos allí, en el trasiego de pasajeros y coches, y poco más de otras dos horas hasta alcanzar la costa levantina. El último tramo abunda en chubascos que arrojan mucha agua y cubren de grises el horizonte. El ferry, sin amainar la marcha ni un solo nudo, hace sonar su bocina de niebla advirtiendo a los incautos que navegan por estas aguas acerca de la conveniencia de apartarse. Cualquiera le discute el derecho de paso a una mole gigantesca que vuela a cuarenta nudos sobre las olas.
Es un espectáculo grandioso el de los chubascos de otoño en el Mediterráneo. A vela, la travesía habría supuesto una navegación espléndida por más que la lluvia y los rociones se te colasen por todos los huecos del traje de agua. Un catamarán a motor se mueve, por contra, de manera enojosa; como lo haría un ascensor que cae al vacío a cada golpe de mar. Menos mal que apenas contamos con una marejadilla tímida, pese a la que está cayendo. Y gracias hay que darle al empleado de la naviera que nos permitió llevar en el salón a Lilí, la perra Cavalier King Charles Spaniel -que así, con tan aristocrático nombre, se conoce a su raza-, metida dentro de su bolsa. En cubierta, sometida a los chubascos, igual se nos disolvía como un azucarillo de diminuta y frágil que es. Por suerte la tormenta no va de truenos, que la habría puesto encima de los nervios. Eso de cruzar hasta la península es a veces bien complicado.
Nos vamos a Madrid, donde pasaré yo mi año sabático y donde la niña, que no es ya una niña pero me resisto a considerarla del todo una mujer, seguirá sus estudios en la Complutense. Al desembarcar en Denia viene luego una autopista espléndida que lleva hasta el mismo Madrid. [...]
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