RAQUEL GALÁN. PALMA. Un ding de la campana significaba que el tranvía podía partir. Dos dings eran para que el conductor parase. Este tañido sigue en el recuerdo de cuatro testimonios de la historia del tranvía por Ciutat. Este mes, el 17 de marzo, se cumplió medio siglo desde que el transporte público de aquella época recorrió en procesión el centro de Palma para decir adiós. Los jubilados Pep, Jaume, Benito y Sebastià se han reunido en el café Lírico -adornado con diversas fotografías antiguas de tranvías- y han charlado animadamente de su experiencia como revisores, inspectores y conductores del que ahora es un símbolo de la llegada de la modernidad.
Cuando desapareció, todos pensaban que su sustitución por los autobuses era una mejora. "Era necesario, teníamos que evolucionar, decían, pero fue una pena, porque el tranvía era típico, familiar, muy nuestro", añora Josep Fuster. Le toma la palabra Benito Fontirroig, y no le quita la razón, aunque matiza que "el autobús era más práctico, más rápido y el conductor no tenía que esperar a que otro autobús dejase de ocupar su recorrido", tal como ocurría con los tranvías que utilizaban los mismos raíles.
Por toda la ciudad
Desde el ventanal del bar donde están sentados tomando un café se ve la plaza de la Reina. Por allí cruzaban varias líneas que llevaban a los pasajeros a Portopí, La Bonanova, Génova o diversos puntos del centro de Palma. "Los tranvías de antes iban por toda la ciudad, incluso por la vía Sindicato, algo que ahora es impensable", destaca Benito, quien fue conductor desde 1952 hasta 1958.
Sebastià Bibiloni es hijo de Bartomeu Bibiloni, conductor e inspector de tranvía, al que apodaron el ´refinador´ porque se encargaba de formar a los principiantes y les decía: "te voy a refinar". Sebastià sabe que su padre "sentía la empresa como si fuese suya. Vivía para ella, por lo que fue un disgusto cuando la desmantelaron", tal como recuerda. Después de eso, Tomeu se jubiló. Su nieto, Jordi Bibiloni, rescató documentos, recuerdos y fotos antiguas para publicar, hace seis años, Palma, història del tramvia elèctric.
En él aparece el también tranviario Jaume Ferrer, que comparte mesa en la charla del Lírico. "Ponían El último cuplé en los cines cuando dejé el tranvía". Cuenta que empezó, de mano de unos conocidos, porque no le gustaba su anterior oficio. "Era herrero en Santa Margalida, pero le dije a mi padre: ´me voy a Ciutat´, y así fue". Lo mismo hizo Benito, dejó su Lloret natal y su trabajo como campesino, porque "no tenía porvenir".
Las anécdotas
La primera semana que Jaume ejerció de cobrador estaba haciendo pagar a todos los pasajeros y uno de ellos resultó ser el jefe de movilidad de la compañía de tranvías. "Yo no lo sabía y se ve que, cuando llegó a las cocheras, dijo: ´Es la primera vez que me hacen pagar para venir a trabajar´. Vaya metedura de pata", recuerda.
También destaca que mucha gente se colaba subiendo y bajando con el tranvía en marcha. Y lamenta el triste final de un popular personaje de Ciutat, la trabajadora del Lírico Bel rol·let, que fue atropellada por un tranvía.
El único accidente que tuvo Benito fue en los primeros meses de tranviario, porque el vehículo patinó, "pero no hubo heridos", tal como destaca. Pep detalla que, "para evitar que la calzada resbalase debido a la humedad, un trabajador iba tirando arena con una pala". Los mayores problemas se producían en las zonas empinadas, como la ruta hacia Génova o la cuesta de la calle del antiguo Círculo Mallorquín.
Recuerda otro accidente curioso que le sucedió a un conductor llamado Garrido frente a la vieja clínica Rotger, en la calle General Riera: "el tranvía chocó contra un coche fúnebre y el ataúd se salió".
Familiaridad
Lo que Josep Fuster más echa de menos de aquella época es la familiaridad de los pasajeros con los trabajadores. "Te decían: ´espera, que todavía falta una señora que se está poniendo las medias´, y si hacíamos el último trayecto de la línea de Cas Català, esperábamos a que saliesen los empleados del Maricel para no dejar a ninguno".
También era muy habitual la función de repartidores que ejercían. "Al parar en el mercado de Santa Catalina, por ejemplo, nos dejaban tantas cestas de comida para que llevásemos a casas de El Terreno que la plataforma del tranvía acababa llena", sonríe Benito. "Y también repartíamos los paquetes de periódicos entre los kioskos y bares", añade Jaume.
"Con los autobuses no se podía hacer", concluyen nostálgicos. Tomeu Bibiloni comprobó el primer síntoma del fin de una época cuando, como inspector de tranvía, tuvo que organizar y realizar el último viaje de la línea a Portopí y Cas Català. Todavía quedaban tres años para aquel 17 de marzo de 1958, cuando los tranvías circularon por el paseo del Born por última vez.
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