En 1932 Mallorca estuvo a punto de perder uno de sus tesoros más valiosos y desconocidos: la farmacia monástica de la Cartuja de Valldemossa había cerrado sus puertas apenas unos años antes y un anticuario catalán pujaba por la compra de todo el material. Hoy el doctor Jaume Mercant sigue siendo el único en haber inventariado una botica con tres siglos de historia.
El convento de San Francisco de Paula en Palma fue el primero en iniciar en la Isla la historia de las farmacias conventuales. Una realidad escrita principalmente en el siglo XVIII pero los benedictinos habían iniciado ya en el siglo VI con las boticas monásticas. "Hubo incluso reyes que sacaron a los monjes de la clausura para que se dedicaran a ellas", afirma el doctor Jaume Mercant.
Instalados en el siglo XXI la farmacia de la Real Cartuja de Valldemossa se constituye como la más completa y mejor conservada de todos los monasterios cartujos de Europa. Pese a que existen documentos que hablan de una enfermería primitiva a finales del XVII, no es hasta 1722 cuando se constata la existencia de la farmacia monástica. "La iniciativa partió de los propios monjes con dos objetivos principales: por un lado solventar la pésima asistencia médica que existía y, por otro, conseguir ingresos para la comunidad con la venta de los productos", explica Mercant.
La antigua farmacia de la Cartuja lindaba con el exterior de la clausura y con la zona de obediencias, ya que era un hermano –que a diferencia de los consagrados no podía decir misa– quien la regentaba. Enfrente se situaba el jardín botánico con plantas medicinales que hoy se mantiene como jardín convencional y la propia botica estaba dividida en dos zonas: la sala destinada a la dispensación y otra estancia en la que se guardaban los instrumentos para trabajar y elaborar los fármacos.
"Las principales dolencias eran las infecciosas, muchas de ellas estomacales", detalla Mercant. Su tesis sobre la apoteca valldemossina se ha convertido hace una semana en un flamante libro bajo el título de La farmàcia monàstica de la Reial Cartoixa de Valldemossa editado por Olañeta. Un volumen que ha inventariado más de 300 medicamentos en su mayoría del siglo XVII. Según su estudio, actualmente sólo un 10% de ellos tienen uso con evidencia científica.
"Las farmacias conventuales se diferenciaban muy poco de las ordinarias. Los cánones que seguían eran los mismos porque eran muy unitario en toda Europa", destaca el doctor. Las virtudes que más se buscaban en los medicamentos eran las antifebriles, las astringentes, las diuréticas y las purgantes.
La prescripción realizada por el médico tras diagnosticar al paciente se convertía en todo un ritual. En algunas ocasiones era él mismo quien la llevaba a la farmacia para explicar al farmacéutico la preparación. Muchos de los medicamentos compuestos han desaparecido porque se elaboraban al momento y se degradaban a las pocas horas. Su precio, en líneas generales, era muy alto. Tanto que algunos podían costar el salario de todo un día de trabajo.
Los propios monjes, los ermitaños de Miramar y la gente de Valldemossa eran los usuarios principales de la farmacia de la Cartuja. Una clientela que, como ocurrió en todas las boticas conventuales, motivó las protestas del Colegio de Farmacéuticos que les declaró la guerra desde 1747. "Pusieron demandas a la Iglesia para evitar la competencia. El control de los medicamentos no era como el actual y su preocupación no era ésa sino una cuestión económica", asegura Mercant.
Un decreto de 1771 ordenó el cierre de estas boticas dejando desatendidos a muchos pueblos que tenían en ellas su único suministro. La farmacia de la Cartuja consiguió mantenerse gracias al fracaso de la iniciativa por crear una ordinaria en Valldemossa. El propio Chopin fue tratado en ella de su tuberculosis y Gaspar Melchor de Jovellanos escribió la Flora medicinal de Valldemuza durante su retención como reo de Estado.
La desamortización de Mendizábal de 1835 supuso el cierre de la Cartuja como monasterio. Un nuevo golpe para su farmacia que vio como se exclaustraba a todos sus religiosos. La imposibilidad de subsistir con la pensión que les quedaba, permitió que el monje boticario Mariano Cortés y posteriormente Gabriel Oliver permanecieran en el monasterio como custodios de la botica que se convirtió, en parte, en civil.
Juan Esteva fue el último boticario de la farmacia. Su muerte en 1929 supuso el cierre definitivo de la farmacia. Tras los tanteos de un anticuario catalán, Ana Mª Boutroux, compró los enseres de la apoteca salvándolos de su salida de Mallorca. Su valor y su historia pueden continuar repasándose ahora en Valldemossa como museo turístico.
Fuente
Elena Soto: Un oído que traduce el llanto del bebé