En el Institut de Recerca i Formació Agrària y en el Jardí Botànic de Sóller, varios especialistas luchan para que el rave mallorquí, la pastanaga negra o el pebre ros sigan presentes en la gastronomía del archipiélago
MATEU CUART. PALMA. Sin el halo sacro que le envolvió en su pasado bíblico, Noé cambia el sayo por la bata blanca, su arca por un laboratorio, y las especies animales por semillas de hortalizas autóctonas del archipiélago, a las que se propone salvar de un diluvio que, con la presión comercial, cae sobre mojado.
"Desde los 70 y los 80, cuando aparecieron las variedades comerciales, híbridas, los cultivos locales perdieron oportunidad comercial porque implican un coste añadido para el payés", explica, desde el flamante banco de germoplasma del Institut de Recerca i Formació Agrària, Pep Moscardó, uno de los salvadores locales de la biodiversidad, que pretende evitar que, con la desaparición de los payeses más mayores, desaparezcan también sus conocimientos sobre las hortalizas que, desde hace siglos, distinguen el sabor original de la gastronomía isleña. Para conseguirlo, el Institut se propone conservar, junto a las semillas, los comos y porqués.
Rave mallorquí, pastanaga negra, col borratxó, meló blanc rallat, colflori pinya, ceba blanca, pebre ros, albergínia mallorquina. Su futuro, en buena parte, depende de la labor del Institut, que trabaja en una "colección activa, con especies en la nevera, pero con la mayoría sembradas en los campos de los payeses", en la fase final de un proyecto que comienza con la prospección, en la que se identifican y diferencian las variedades autóctonas, y continúa con una caracterización botánica y agronómica, para conocer su resistencia a plagas y sequías, en la que se trabaja actualmente.
"Lo que estamos haciendo es una investigación participativa en el que el técnico y el agricultor van de la mano, quizás incluso con más peso del agricultor, que nos ayuda a encontrar la variedad local originaria, y también en la selección, durante la recolecta, para evitar la dispersión", detalla Moscardó sobre un innovador proyecto a largo plazo que quiere contar también con el parecer de los consumidores mediante catas. Su registro conforme a la ley de semillas, para convertirlas en patrimonio público, es el paso previo a la siembra y recolecta tras la cual se repetirá un ciclo pensado para evitar que las semillas se vuelvan inviables con el paso del tiempo, como puede suceder en el popular silo creado por la ONU y enterrado en Noruega. "Pretendemos que dentro de cincuenta años, las semillas sigan teniendo utilidad ecológica", explicaban desde la conselleria de la Agricultura, de la que depende el Institut, que quiere conservar también cereales y legumbres.
"Además, no queremos que los payeses las conserven por romanticismo, sino porque les sean útiles", explica Moscardó, quien reconoce que la iniciativa da respuesta a una demanda reiterada de los agricultores ecológicos, que buscan semillas adaptadas a las condiciones del archipiélago e inmunes a las plagas.
En Sóller, el Jardí Botànic cuenta también con su versión local de Noé, encarnado en el cuerpo de Magdalena Vicens, responsable de la conservación de entre 200 y 300 especies endémicas amenazadas y hasta 1.000 poblaciones distintas, en una particular reserva genética en la que la temperatura se mide en grados negativos.
"Nos basamos en las listas rojas de los gobiernos autonómico y central, pero también, y a nuestro criterio, podemos conservar poblaciones que están en zonas urbanizables, como las orquídeas de Son Bocs, en Muro, donde se construirá un campo de golf", explica Vicens.
Los ejemplares a pares del salvador bíblico de la diversidad se multiplican en Sóller hasta alcanzar las 3.000 semillas, una cantidad suficiente "para hacer pruebas de viabilidad para comprobar que el material recogido es bueno, y dar pie a un plan de reintroducción de la especie ", en casos, como el de la Lysimachia menorquina, en la que la especie ya se encuentre sólo en bancos y jardines botánicos.
En el interín, las semillas permanecen deshidratadas primero y congeladas después. "Las metemos en una cámara hermética con un desecante, donde les reducimos la humedad relativa del 80 al 17 por ciento, y las dejamos con entre un 3 y un 5 por ciento de contenido hídrico", explica Vicens sobre un proyecto que comenzó en los albores de los 90, combinando semillas silvestres con hortalizas, cuya desaparición pone en peligro la conservación del sabor de antaño. "Se han perdido muchos tomates, fabáceas y patatas", asegura la responsable de un banco en el que todas las especies se conservan también en forma viva en los jardines.
La modesta, laboriosa y discreta labor de una y otra entidad persigue evitar que cada vez haya menos variedad en el mercado, o que el paladar se acostumbre, cada vez más, a los sabores uniformes que marcan las leyes de la oferta y la demanda. Un paso adelante para conseguir que el trampó y el tumbet sigan conservando mañana el sabor de antaño.
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